Me acaricia con un beso fugaz, tardío pero de todos los colores. Sale corriendo mientras la puerta se le cierra en la espalda, allá va en el último expreso de medianoche. Retomo el camino que habíamos hecho juntos, esta vez con las manos en la cara mojadas de lágrimas insensatas.
Camino, camino deseando que se haya tirado de la ventana y venga corriendo, no diga nada y me abrace por la espalda. Pero nada. Solo las calles vacías y la luna que ilumina sin quererlo.
La miro, las nubes tapan un poco su figura, la miro caminando con la cabeza en alto. No hay coches, no hay nadie, a quién me voy a llevar puesto? Algún que otro tropezón en la vereda, pero no dejo de mirarla. Empiezo a sonreír viendo que cada vez la siento más cerca, podría seguir caminando y alcanzarla, podría correr y abrazarla.
Pienso en los saltos que podría llegar a dar. Pienso en cuánta distancia tengo que tomar para saltar y alcanzarla. La podré alcanzar? Si salto con los brazos abiertos puede ser. Saltaría abriendo mis brazos, saltaría para alcanzarla.
Aunque seguramente no llegue a tocarla ni dos centímetros, y mucho menos sostenerla. Entonces comenzaría a caer, me caigo sin poder alcanzarla. De lleno, contra algo que debería tener superficie, pero tal vez no la haya, una vez más, de lleno la cara contra el asfalto invisible. Y si salto con los brazos abiertos, qué es más posible? Qué la alcance o qué caiga más rápido?
De lleno, sin reaccionar a mover los brazos para que mi cara no se dañe, sin cerrar los ojos. Caer, eso. Caer sin cerrar los ojos al vacío que en algún momento deja de ser vacío.
Caminar viendo la luna, la noche se transcribe linda pero los minutos la envuelven en oscuras imposibilidades. Vuelvo a bajar la mirada, tal vez encandecido por su luz, reviso mis bolsillos buscando las llaves. Abro la puerta, subo, llego al cuarto y me acuesto en la cama. Cierro los ojos, los abro. Tendría que ir a limpiar el cenicero, tendría que lavar los vasos, tendría que cerrar los ojos e irme a dormir. Pero no duermo. Me quedo fijo mirando las cenizas negras, grises. Las colillas inmóviles que hace un rato tus labios besaban, ahora me miran sin la menor inocencia de sentirse culpables por haberse quedado al lado de mi almohada ocupando tu espacio. Sonrío, me entristezco. Te extraño.
Decido pararme, así me saco la ropa y me escondo en las sabanas. Pero antes agarro el cenicero; a segundos de vaciarlo lo vuelvo a mirar, lo vuelvo a apoyar sobre la mesa, y lo dejo ahí, inerte intacto como te miraban mis ojos hace un rato.
Sueño algo que no son sueños, porque vos no estás. Sueño cosas que no son sueños porque vos no dormís a mi lado.
Me despierto, transpirado, me despierto llorando, me despierto mirando. Veo otra vez el cenicero, ahora el encendedor que te había prestado aparece a su lado. Lo agarro, lo prendó, se apaga, lo vuelvo a prender. La llama se apaga, se vuelve a prender, se apaga otra vez y la vuelvo a prender. Se apaga por última vez, agarro el cenicero, sin vaciarlo lo alejo, lo dejo lo más lejos de mi cama, a una distancia que no logre verlo mientras estoy acostado, así escondo un poco el desencanto de que no hayas cerrado los ojos a mi lado, así duermo tranquilo, y sueño cosas que no son sueños porque vos dormís bajo la misma luna pero a más de siete estaciones de mi cama.
18 mayo 2008
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