Josefina no detuvo el mundo. Tampoco se tomó todo el vino que quedaba; quedaba un poco más que el culo de la botella, pero ninguno de los dos lo tomaba. Nos quedamos hablando un rato, ella sonreía y yo la miraba. Por primera vez miraba a alguien a los ojos, a la cara, a las palabras, sin la menor certeza de vergüenza. Me hacía reír, o tal vez reía porque ya estaba mareado. Pero reíamos, y eso está bueno en dos desconocidos.
Le había sonado el celular segundos antes de haber hecho el gesto de revolearlo por el aire. No lo tiró, se lo quedó. Me dijo que era Gabriela, y sonreí al acordarme de que a ella no le agradaba uno de mis nombres de mentira, Gabriel. Se lo recordé y sonrió. Habló de que era muy extraño que la persona que más dolor le había causado tenga el mismo nombre que la persona que más tranquilidad le daba. Gabriel y Gabriela, una letra de diferencia, pero al fin y al cabo es lo mismo. No habló de Gabriel, sí de Gabriela. Comentó que se habían conocido hace unos años, cuando ambas comenzaban la facultad y eran dos nenas sin saber dónde ir, qué hacer, de qué hablar. Cuando mezclaban el miedo con la euforía y la felicidad más grande por encontrarse con un mundo totalmente desconocido y nuevo, como es la Universidad de Buenos Aires luego de haber vivido encerradas en una burbuja térmica durante toda la primaria y secundaria, en uno de esos tantos colegios privados de los altos barrios. Desde la primer o segunda clase, hasta el día de hoy, no se habían separado; aunque no compartiesen mucho, ambas se respetaban y se tenían cierto cariño. Respeto y cariño que se perpetuaba cada vez que sus mierdas se encontraban, que palabras de una o de otra, risas y lágrimas de una y de otra se encontraban para generar la tranquilidad deseada.
Decía que Gabriela tenía un cuerpo más lindo que ella, el culo mejor formado y las tetas más firmes. Me reí, le volví a preguntar por qué se había bajado ella y no Gabriela; nos reímos, intentamos darle un último sorbo a la botella pero ya nos asqueaba.
Hablamos de esas cosas que se hablan cada vez que encontrás a alguien en los últimos momentos antes de aceptar la noche por perdida. Le conté mi teoría conspirativa para secuestrar más de la mitad de las estrellas en un lapso de cinco meses. Ella me contó de sus ganas de conquistar la luna, llegar ahí arriba y tirarse; en la caída volar y caer justo al lado mío, sin lastimaduras. Le conté que no quería dormir, y que no me dijera si debía partir. Me pidió que no la dejará partir. Le dije que iba a ser imposible eso, si le había dicho que no me dijera cuando debía partir. Me miró, me dió un beso en la mejilla y se paró. Casi un metro sesenta de desconocida parada al lado mío, o tal vez más, o tal vez menos, no soy muy bueno para la estatura, y menos si estoy sentado, a medio soplido de distancia.
Se quedó mirándome desde arriba. Me la quedé mirando desde abajo. Le pregunté si hacía frió ahí arriba, me respondió que sí porque no estaba en compañía. Me paré, claro, luego de un torpe y lento movimiento, logré pararme. A la misma altura, nos miramos un rato. Josefina no pestañaba, yo tampoco.
10 diciembre 2008
dos
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3 comentarios:
josefina y la acera
el arquero quedó tirado a un costado y el defensor mas cercano está entrando al área grande: hacelo gabriel, digo norman!! hacelo!!
nota al lector: este comentario debe ser leído con la entonación y énfasis propia del Bambino Veira.
suertuda la josefina eh.
si, la.
(en el cosito de las letras para verificar, dice ranga. yo lei tanga.)
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