24 septiembre 2009

Siete, ocho años. Trece, catorce. Incalculable su edad por medio de su cara. Se esconde entre sus manos, gime, solloza, al fondo del vagón a medio llenar. Su hermano, o su amigo, al lado. Su misma edad, más, o menos. Le pega en la cabeza. Le grita en la cara, tapada por sus brazos y sus manos. Lo empuja. Lo zamarrea. Se le acerca al oído y le habla. Lo ignora. Se para en frente de él. Y le sigue pegando. Se aleja. Se vuelve a sentar.
A la segunda estación, una de nombre compuesto, el chico que lloraba se para. Se seca los mocos con la manga de su sweater azul. Empieza a caminar. Mete las manos en sus bolsillos. Las saca. Se acerca a las personas que escuchan música, que bostezan o que miran la nada. Da la mano. Algunos saludan, otros lo ignoran. Con los que saluda, siempre hace lo mismo. Dos movimientos de manos, un choque de puños, y a medio sonreir entrega un papelito.
Pido la amable colaboración de 0.10 pesos para la compra de leche y comida para mi familia. Muchas gracias.
Todos le devuelven el papel cuando regresa. Algunos con monedas. Uno con un billete. Otros con una sonrisa. Y muchos sin mirarlo a la cara. Llega hasta el final del vagón que sigue no muy vacio. Deja los papeles y las monedas y el billete en uno de sus bolsillos. Se sienta en el suelo debajo de una ventanilla, y vuelve a taparse la cara. Sigue llorando. Su hermano o su amigo, que estaba al lado en un principio, cruza todo el vagón. Se le acerca puteándolo. Le pega en la cabeza, lo levanta, le mete las manos en los bolsillos. Mira la palmas de las manos. Vuelve a meterle la mano en el bolsillo, esta vez dejándole los papeles, los blancos, escritos. Sin dejar de gritarle camina hacia el vagón continuo. Camina por el medio del vagón, de los vagones, Camina hasta el fondo, donde ya no puede ser divisado.
Él, sigue llorando. Levanta la cara. Busca miradas. No encuentra nada. Mete las manos en sus bolsillos, y camina, mirando para abajo, llorando. Sigue a su hermano, o a su amigo. Hasta el fondo, donde deja de ser divisado.
Las estaciones aparecen y desaparecen. La gente se baja y se sube. Cerca del final del recorrido hay más gente que al principio del mismo. Se escucha un ruido que aturde más que lo corriente. Un ruido que no es habitual. Al instante, se corta la luz. La gente grita. Se levanta. Pocos hacen luces con sus celulares. Muchos miran para adelante. O para atrás. No saben a dónde miran. Ya no ven nada. No se ven. Se golpean. Se desesperan. Lloran. Y nadie ve al otro llorar. Sólo escuchan llantos. Pero nadie sabe quién está llorando. Quién está gritando.

22 septiembre 2009

ella sabe que podía volar.

abre las alas de pintura,
como el golpe en medio del lago
hace temblar la tierra y todo su alrededor.

el agua se inquieta
mientras su mano se mueve,
despacio
con violencia
o con esa dulzura
que hace del insulto
una alegoria de su vida:
tierna y hermosa.

un insulto que no puede agredir,
una sonrisa que suena en el alma de su obra,
expresiva.

hoy me quedo a verla,
y cuando se vaya
no sabrá que la sigo mirando,
porque su arte es este

no poder dejar quieta su mano
lineas impacientes que llenan formas
pinturas de espátulas que extienden su vida

y se vuelve tan inalcanzable
que me conformo con verla crear.

me puedo pasar horas viendola respirar.

06 septiembre 2009



es como cerrar los ojos a dos caricias del cielo


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