Un día estaba en un restaurante, en la Nacional 16, justo a las afueras de la ciudad, me detuve en un autoservicio, entré y me puse a la cola, en la caja había un vietnamita que no entendía casi nada, de manera que no había forma de avanzar, le decían una hamburguesa y él preguntaba ¿Cómo?, quizás era su primer día de trabajo, no lo sé, así que me puse a mirar a mi alrededor, dentro de aquel restaurante había cinco o seis mesas, con gente que estaba comiendo, muchas caras distintas y cada una de ellas tenía algo diferente delante, la chuleta, el bocadillo, los chiles, todo el mundo comía, y cada uno de ellos vestía exactamente como había decidido vestirse, se había levantado por la mañana y había escogido algo para ponerse, aquella camisa roja, aquel vestido ceñido en las tetas, exactamente lo que quería, y ahora estaba allí, y cada uno de ellos tenía una vida tras él y una vida por delante, estaban transitando por aquel lugar, mañana empezarían todo desde el principio, aquella camisa azul, aquel vestido largo, y seguramente la rubia con pecas tendría a su madre en algún hospital, con todos los análisis de sangre alterados, pero ahora estaba allí, separando las patatas negruzcas de las otras, leyendo el periódico apoyado sobre el salero en forma de surtidor de gasolina, había uno que iba totalmente vestido de jugador de béisbol, seguro que no había entrado en un campo de béisbol desde hacía años, estaba allí con su hijo, un chiquillo, y le daba collejas en la cabeza repetidamente, en la nuca, cada vez el chaval se ponía bien la gorra, una gorra de béisbol, y el padre, zas, otra colleja, y todo esto mientras comían, bajo un televisor colgado de la pared, apagado, con el ruido de la carretera, que llegaba a ráfagas, con dos hombres muy elegantes sentados en una esquina, de gris, y uno de los dos se veía que estaba llorando, era absurdo, pero lloraba sobre un bistec con patatas, lloraba en silencio, y el otro ni se inmutaba, él también con un bistec delante, comía y punto, en cierto momento, sin embargo, se levantó, fue hasta la mesa de al lado, cogió la botella de ketchup, volvió a su sitio y, con cuidado para no mancharse su traje gris, echó un poco en el plato del otro, el que estaba llorando, y le susurró algo, no sé qué, después cerró la botella y siguió comiendo, los dos en aquella esquina, y todo lo demás a su alrededor, con un helado de guinda pisoteado en el suelo, y en la puerta del lavabo un cartel que decía No funciona, miré todo aquello y era evidente que lo único que cabía pensar era chicos, qué náuseas, tanta tristeza daba ganas de vomitar, y en cambio lo que sucedió fue que, mientras estaba en la cola y el vietnamita seguía sin comprender un carajo, pensé: Dios, qué hermoso, sintiendo incluso ganas de reír, demonios, qué hermoso es todo esto, absolutamente todo, hasta la última migaja aplastada en el suelo, hasta la última servilleta sucia, sin saber por qué, pero sabiendo que era verdad, todo era condenadamente hermoso. Absurdo, ¿no?
(City, Alessandro Baricco) por segunda vez en lo que va de este blog, gracias gemelo mayor por haberme enseñado semejante hermosura.
1 comentario:
no hacia falta que me eliminaras.
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